28 de junio. Cuando el género cambió de bando

"¿Cuándo has visto que un maricón contraataque?... Ahora los tiempos estaban cambiando. El martes fue la última noche de sandeces... Predominantemente, el tema era, '¡esta mierda tiene que parar!'"
Participante anónimo de los disturbios

28 de junio de 1969, la 1:20 de la madrugada. Los números 51 y 53 de la calle Christopher, el barrio Greenwich Village, New York. El bar Stonewall Inn. Ahí es donde iba a tener lugar un suceso decisivo para la libertad de expresión de la comunidad LGTB.

Después de la Segunda Guerra Mundial, multitud de ciudadanos estadounidenses deseaban fervientemente “recuperar el orden social previo a la guerra y poner límites a las fuerzas del cambio”. Siguiendo las órdenes del senador republicano Joseph McCarthy, no solo se acusaron a comunistas y anarquistas de “antiestadounidenses” y “subversivos”, sino que también se acusó a la comunidad gay. Y es que, se creía que “aquellas personas que realizaban actos abiertamente perversos carecían de la estabilidad emocional de las personas normales”. El FBI redactó listas en las que se recogían los nombres de los homosexuales más conocidos para tener conocimiento sobre qué lugares frecuentaban y con quién se relacionaban; el servicio postal de EEUU realizaba un registro de los domicilios que recibía material relacionado con contenido homosexual; los gobiernos locales y estatales cerraban los establecimientos dirigidos a la comunidad LGTB,  detenían a su clientela y publicaban en los periódicos sus rostros a modo de denuncia. Prohibieron vestirse con ropa del género contrario; les disidentes de género sufrieron toda clase de represión laboral, física y social; muches terminaron preses en cárceles u hospitales psiquiátricos (la homosexualidad estuvo catalogada hasta 1974 como trastorno sociopático de la personalidad en el DSM, manual de referencia de Psiquiatría, todavía hoy se etiqueta como tal a la “disforia de género”).

En medio de aquel caldo de cultivo, si el colectivo LGBT quería existir y expresarse sin ser castigado, debía de someterse a la clandestinidad. Reflejo de ello tenemos al bar Stonewall Inn, el cual se convirtió en un lugar icónico de la libertad de expresión sexual en la ciudad de New York, de hecho, era el único espacio en el cual se permitía bailar a personas travestis, transgénero y transexuales. Además, muchos de los que no podían costearse económicamente la entrada a locales de similares características también encontraron aquí su lugar, muchos jóvenes sintecho, entre otros. Asimismo, dado que la mayoría de clientela era racializada, sufría agresiones en otros lugares.

La mafia era la propietaria del establecimiento, la familia Genovese, y ésta compraba a la policía para impedir el cierre del bar. A pesar de ello, con la excusa de que no disponían de licencia para la venta de alcohol, las redadas eran habituales en Stonewall Inn y en pubs cercanos. En una redada al uso, encendían las luces y tras colocar a los clientes en fila, se les solicitaba los documentos de identificación. Las que no disponías de éstos o llevaban vestimenta que no les correspondía eran arrestadas (en muchas ocasiones les hacían desnudarse en los baños para cerciorarse de que sus genitales eran “coherentes”).

La redada del 28 de junio de 1969 iba a ser una de otras tantas, pero no fue así. Las clientas se negaron a mostrar sus genitales y a ser identificadas, por lo que la policía decidió llevar a todo el mundo allí presente a comisaría.

Mientras estaban esperando a la llegada de más furgones policiales para llevarse a las arrestadas y el alcohol confiscado, decidieron dejar en libertad a decenas de personas, pero éstas, en lugar de volver a sus casas, se quedaron rondando alrededor del bar. Poco a poco, se fue acercando más gente hasta formar un grupo de centenas de compañeras. Lo que en un principio eran provocaciones y canciones en un tono humorístico, se convirtieron en ira y rabia. Según parece, las bolleras comenzaron la pelea que trajo la explosión, entre otras, gracias a la actitud que mostró Stormé DeLarverie ante la violencia policial (la que más adelante sería conocida como la “Rosa Parks de la comunidad LGBT”). Cuando Stormé se quejó de tener las esposas demasiado apretadas, la policía le golpeó la cabeza, lo que encolerizó primero a Stormé y luego a la muchedumbre allí presente. La situación estalló. Las 500-600 manifestantes que se acercaron allí lanzaron todo lo que les podía servir de proyectil, volcaron los coches para cortar la carretera, pincharon las ruedas de los coches policiales, rompieron las ventanas de Stonewall y a través de ellas, vertieron combustible y arrojaron objetos incendiarios adentro del establecimiento, mientras los policías estaban adentro atrincherados.

Tras 45 minutos, llegaron el cuerpo de bomberos y la unidad antidisturbios a los alrededores de la calle Christopher con la intención de socorrer a los policías. Las fuerzas de seguridad que acababan de llegar, sin embargo, capturaron difícilmente a los manifestantes y a pesar de que poco a poco intentaron dispersar a la indignada multitud, las calles seguían fuera de su control. Las que prendieron la llama de los disturbios formaron un coro y, teatralizando gesticulación militar, continuabaron provocando a los policías, a la par que cantaban la siguiente letra a pleno pulmón: “Nosotras somos las chicas de Stonewall / Nuestro pelo es rizado / No llevamos ropa interior / Mostramos nuestro vello púbico”.

La confrontación se alargó en el tiempo, pero hacia las 4 de la mañana, el silencio reinó en el barrio de Greenwich Village.

A lo largo de las siguientes noches también se sucedieron importantes altercados, miles de personas tomaron las calles. Entre las que lucharon allí se encontraban las referentes Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson, militantes icónicas del movimiento LGBT estadounidense. Más importante que las confrontaciones fue que esa comunidad que formaban les disidentes de género salió del “armario” a la calle; una vez cerraron su local, lo que hasta entonces hacían en secreto y en la oscuridad, lo hacían en la vía pública y sin esconderse.

Los días posteriores también dieron lugar a la organización política. Entre sus reivindicaciones se encontraban: expulsar a la mafia de los bares LGBT, hacer el llamamiento a les disidentes de género para que regentasen sus propios locales y denunciar firmemente la represión policial, así como presionar a los medios de comunicación principales, para que el alcalde le diera fin a aquella “situación insostenible”.

Al cabo de un año, lo que ocurrió en Stonewall, también se conmemoró más allá de New York, llegó hasta Chicago, San Francisco y Los Ángeles. De la misma manera, se sentaron precedentes para que se convirtiese en el Día Internacional por la Liberación Sexual en otros países. Además, se crearon 3 nuevos periódicos que abarcaban la problemática de la disidencia de género y las organizaciones LGTBQ pasaron de 50 a 1500 en Estados Unidos, muchas de ellas, basadas en una táctica confrontacional. Y es que, las organizaciones existentes hasta entonces, eran homófilas, reformistas y asimilacionistas, su aspiración era integrar al colectivo LGBT en la sociedad, declararse iguales a las personas heterosexuales y rechazaban prácticas políticas violentas o provocativas. 

En el día de hoy, desde el Marco Autónomo de Kimua, queremos conmemorar el 54º aniversario de este suceso y el movimiento por la liberación de la disidencia de género que lo germinó. Tenemos mucho que aprender del potencial combativo que tuvo este levantamiento espontáneo, y sobre todo, que supieron aprovechar la coyuntura para la organización política. De la misma manera, creemos que es encomiable el hecho de que en aquellas calles de Greenwich Village, el miedo cambiase de bando. Aunque solo fuese durante escasas horas, las marginadas, afeminadas, débiles y las que eran el saco de los golpes se revistieron de fortaleza y se enfrentaron a la horda de polícias envalentonados. No fue únicamente una expresión de autodefensa de las desposeídas, fue algo más. Todas las que se hallaban en aquella revuelta eran disidentes del sistema heteronormativo sexo-género, “hombres de pelo largo y mujeres de pelo corto”. A aquellas que querían expresar su identidad libremente no solo se les negó la aceptación social, no solo se les negó la mera existencia, también se les negó la legitimidad de usar la violencia, la de defenderse a sí mismas. Lo único que podían sentir era vergüenza. No podían sentir rabia ni enfado, no podían sentir odio. Aquellos eran asuntos de hombres, de hombres de verdad. Y entonces ocurrió, ese 28 de junio de 1969, las violentadas utilizaron la violencia; pero no la violencia represiva y arrogante de las fuerzas policiales, sino otro tipo de violencia. Una violencia insolente, subversiva, que rebosaba humor, una violencia moralmente incorrecta. Y así es como maricas, marimachos y trans, todas las que no eran “hombres”, acorralaron y ridiculizaron a los más machos de entre todos los machos. Aquella noche consiguieron la capacidad para ejercer la violencia, más que el que el miedo cambiase de bando, el “género” cambió de bando.

Debemos comprender que aunque este tipo de rebeliones sirvan como fuente de inspiración y brújula para dar pasos hacia adelante, la violencia contra la disidencia de género todavía perdura hoy en día y adquiere multitud de formas. Por mencionar una de ellas, la asunción y mercantilización de estas identidades que han llevado a cabo los medios de comunicación del Sistema de Dominación. Aquello que simula un paso hacia la normalización también es violencia.

Desde nuestra perspectiva, no podemos acabar con la violencia que oprime a nuestres compañeres si no acabamos con la lógica patriarcal que caracteriza el Sistema de Dominación. Igualmente, no debemos errar pensando que la lógica patriarcal ha adquirido un funcionamiento aislado o sectorial. No podemos analizar las expresiones violentas que asumimos como “patriarcales” hoy en día, sin la impronta que ha dejado la lógica inherente del capitalismo y colonialismo. El Sistema de Dominación es uno y completo y hay que hacerle frente de una manera integral, si es que se quiere dar término final a todas las expresiones de violencia que garantizan su propia existencia.

Y para finalizar os dejamos el fragmento que le da comienzo a uno de los capítulos del libro “Por una política a caraperro” de Paco Vidarte:

“Dejar de ser un armario no es difícil, basta con dejar en el aire estas palabras: Papá, soy un armario. Ser un armario es, en el mejor de los casos, una triste ironía, una paradoja divertida, la contradicción de estar siempre a cuatro patas y ser impenetrable”.
Urri Oriols, “Mobiliario/ De un plumazo”, Nº4